En la calle Portobello, de Notting Hill, se instalaron en los años 80 artistas y anticuarios.Foto: AFP
''Glamour' y pobreza retratan este barrio de Londres, uno de los escenarios de los violentos disturbios de agosto pasado, que dejaron pérdidas por 200 millones de libras y 3.000 arrestos.
Ciudad global. Pocos lugares donde sea tan palpable la mezcla de razas y culturas que hoy es Europa. Entre los funcionarios de inmigración hay sijs de turbante, chinos y caribeños. A bordo del metro, rusos, hindúes, latinos, adolescentes con pañuelo musulmán y iPod. El gentleman de gabardina y maletín resulta una estampa casi exótica. Muchos de sus variopintos vecinos son tan ingleses como él: tienen la nacionalidad británica o están tramitándola.
El escaparate más vistoso de esta babel es el barrio de Notting Hill, hogar del carnaval de Londres y del mercado callejero de Portobello. Fue construido a mediados del XIX como un suburbio para familias londinenses de clase media alta. Con el tiempo, sus herederos dejaron de emplear amas de llaves, criados y cocineras, y los caserones, con dependencias para todos, se convirtieron en inquilinatos. Judíos perseguidos, exiliados españoles e inmigrantes caribeños colonizaron el barrio en olas sucesivas. En 1958, las tensiones entre los negros antillanos y los blancos pobres de la zona estallaron en dos semanas de violencia racista. La comunidad caribeña organizó, en 1959, el primer carnaval, para reivindicar su cultura y su presencia.
Entre los 60 y los 70, el municipio demolió los tugurios más insalubres y rehabilitó las casas victorianas. En la calle Portobello se instalaron artistas y anticuarios, luego vinieron los restaurantes de moda y las tiendas chic. Para los 90, la propiedad raíz figuraba entre las más caras de Londres. Hoy, uno de los antiguos inquilinatos puede costar entre dos y tres millones de libras esterlinas. La revalorización ha encarecido la vida cotidiana. En las viejas tascas de los españoles, una copa de vino cuesta cinco libras, unos 15.000 pesos colombianos. Es el precio de dos mangos jamaiquinos en los puestos de fruta de Portobello.
El productor de cine Peter Montague es uno de los nuevos dueños del barrio. Hace dos años, él y su esposa, Annie, compraron una casa, demolieron los tabiques y la convirtieron en un santuario del confort minimalista. Hasta el verano no se cambiaban por nadie, pero a comienzos de agosto, un tumulto apedreó varias tiendas del barrio y hubo un atraco en un restaurante. Fueron las reverberaciones locales de los graves disturbios que sacudieron por esos días a Inglaterra y, por comparación, no pasaron a mayores: en otros distritos hubo pedreas campales, edificios incendiados, heridos y muertos. Peter atribuye los incidentes a pandilleros de otros barrios que pillaron dormida a la policía. Sin embargo, Annie sigue inquieta.
Por las calles del barrio rondan otros temores y otras vidas. Junto a las flamantes residencias remodeladas, subsisten numerosas viviendas de protección social que el municipio adjudica a personas de bajos recursos. Los inquilinos pagan arriendos subsidiados casi simbólicos. Sin embargo, muchos cobran la ayuda estatal al desempleo y tienen que bandearse al mes con lo que Peter y Annie gastan en un almuerzo. El gobierno conservador está en plena campaña para reducir (y, según algunos, desmantelar) ambos subsidios. Para muchos vecinos del barrio, y de Inglaterra, perderlos significaría saltar de la pobreza a la indigencia.
Entre los damnificados potenciales está Terry Johnson, un adolescente de abuelos jamaiquinos nacido en Notting Hill. Me pide un cigarrillo, conversamos y me invita a conocer su casa. La fachada alta y angosta es idéntica a la de Montague, pero el interior conserva los planos originales: en lugar de los grandes espacios minimalistas hay cuartos contrahechos y tabiques que cortan la luz. Un maremágnum de adornos baratos sepulta los muebles, junto con el desorden de Terry y sus hermanos, Joseph y Demaine. En la casa viven, además, su madre, su abuelo y una tía. Las largas escaleras de madera crujen como en los tiempos de míster Hyde y el doctor Jekyll.
Para sus detractores, los arriendos subsidiados condenan a gente como los Johnson a ser inquilinos de por vida. La posibilidad de comprar con descuento la casa que arriendan -una propuesta bandera del gobierno- es inalcanzable para la mayoría. Para sus hijos, tampoco es fácil vivir en medio del glamour y la riqueza cuando tienen las libras contadas para ir al supermercado. Como Annie Montague, viven inquietos: no pueden sentarse en los cafés, ni comer en los restaurantes, solo mirar desde fuera el mundo feliz de las vitrinas. Como me contesta Terry cuando pregunto si, a pesar de todo, están orgullosos de ser del barrio: "Somos los extras de la película. Nadie nos ve".
El pasado 9 de agosto, un vecino de los Johnson recibió en su celular una foto de una vitrina incendiada. Fue uno de varios mensajes que, según las autoridades británicas, alentaron a muchos jóvenes como ellos a unirse a los disturbios del verano. El detonante de la revuelta fue la muerte de Mark Duggan, un hijo de inmigrantes abatido en una redada policial en Tottenham. La vertiginosa vorágine que siguió -antes de 24 horas había saqueos e incendios en medio Londres, antes de 72, en media Inglaterra- es tema de otra crónica, pero las cifras dan una idea: hubo 3.000 arrestos y pérdidas por 200 millones de libras.
Terry estaba en cama con fiebre, pero su hermano Joseph salió esa noche a sembrar el terror por Notting Hill. No pretendía derrocar al gobierno, ni siquiera cobrársela a la policía: sólo estar ahí y ser parte de los acontecimientos. La señora Johnson consiguió encerrarlo en su casa al otro día. Varios de sus amigos están citados ante un juez de menores por el asalto a una tienda de ropa deportiva y accesorios, uno de los rubros más afectados por los saqueos. Como más de la mitad de los protagonistas de la revuelta, ninguno ha cumplido 16 años. Son niños.
En la Inglaterra de la reina Isabel y de la Cámara de los Lores, el clasismo es atávico. La Segunda Guerra Mundial y el esfuerzo compartido de la reconstrucción alentaron políticas de solidaridad, como los arriendos subsidiados.
Hoy, como en casi todo el mundo, estas políticas se baten en retirada. La brecha entre pobres y ricos se ahonda debido a un individualismo que apenas registra la necesidad ajena.
En Latinoamérica, estas desigualdades abismales son más que conocidas: han sido el caldo de cultivo de innumerables niños sicarios, narcotraficantes y guerrilleros. Estas dolorosas lecciones de nuestra historia hoy podrían resultar invaluables para las sociedades del primer mundo, donde tantos jóvenes, como los Johnson, crecen como ciudadanos de tercera. No está de más recordárnoslas antes de que sea tarde.
(El autor, Juan Tafur, colombiano, ha publicado 'La pasión de María Magdalena' (del que vendió 50 mil ejemplares) y 'El viajero de los dos mundos'. Su libro más reciente es '99 lugares para hablar con Dios').
Ciudad global. Pocos lugares donde sea tan palpable la mezcla de razas y culturas que hoy es Europa. Entre los funcionarios de inmigración hay sijs de turbante, chinos y caribeños. A bordo del metro, rusos, hindúes, latinos, adolescentes con pañuelo musulmán y iPod. El gentleman de gabardina y maletín resulta una estampa casi exótica. Muchos de sus variopintos vecinos son tan ingleses como él: tienen la nacionalidad británica o están tramitándola.
El escaparate más vistoso de esta babel es el barrio de Notting Hill, hogar del carnaval de Londres y del mercado callejero de Portobello. Fue construido a mediados del XIX como un suburbio para familias londinenses de clase media alta. Con el tiempo, sus herederos dejaron de emplear amas de llaves, criados y cocineras, y los caserones, con dependencias para todos, se convirtieron en inquilinatos. Judíos perseguidos, exiliados españoles e inmigrantes caribeños colonizaron el barrio en olas sucesivas. En 1958, las tensiones entre los negros antillanos y los blancos pobres de la zona estallaron en dos semanas de violencia racista. La comunidad caribeña organizó, en 1959, el primer carnaval, para reivindicar su cultura y su presencia.
Entre los 60 y los 70, el municipio demolió los tugurios más insalubres y rehabilitó las casas victorianas. En la calle Portobello se instalaron artistas y anticuarios, luego vinieron los restaurantes de moda y las tiendas chic. Para los 90, la propiedad raíz figuraba entre las más caras de Londres. Hoy, uno de los antiguos inquilinatos puede costar entre dos y tres millones de libras esterlinas. La revalorización ha encarecido la vida cotidiana. En las viejas tascas de los españoles, una copa de vino cuesta cinco libras, unos 15.000 pesos colombianos. Es el precio de dos mangos jamaiquinos en los puestos de fruta de Portobello.
El productor de cine Peter Montague es uno de los nuevos dueños del barrio. Hace dos años, él y su esposa, Annie, compraron una casa, demolieron los tabiques y la convirtieron en un santuario del confort minimalista. Hasta el verano no se cambiaban por nadie, pero a comienzos de agosto, un tumulto apedreó varias tiendas del barrio y hubo un atraco en un restaurante. Fueron las reverberaciones locales de los graves disturbios que sacudieron por esos días a Inglaterra y, por comparación, no pasaron a mayores: en otros distritos hubo pedreas campales, edificios incendiados, heridos y muertos. Peter atribuye los incidentes a pandilleros de otros barrios que pillaron dormida a la policía. Sin embargo, Annie sigue inquieta.
Por las calles del barrio rondan otros temores y otras vidas. Junto a las flamantes residencias remodeladas, subsisten numerosas viviendas de protección social que el municipio adjudica a personas de bajos recursos. Los inquilinos pagan arriendos subsidiados casi simbólicos. Sin embargo, muchos cobran la ayuda estatal al desempleo y tienen que bandearse al mes con lo que Peter y Annie gastan en un almuerzo. El gobierno conservador está en plena campaña para reducir (y, según algunos, desmantelar) ambos subsidios. Para muchos vecinos del barrio, y de Inglaterra, perderlos significaría saltar de la pobreza a la indigencia.
Entre los damnificados potenciales está Terry Johnson, un adolescente de abuelos jamaiquinos nacido en Notting Hill. Me pide un cigarrillo, conversamos y me invita a conocer su casa. La fachada alta y angosta es idéntica a la de Montague, pero el interior conserva los planos originales: en lugar de los grandes espacios minimalistas hay cuartos contrahechos y tabiques que cortan la luz. Un maremágnum de adornos baratos sepulta los muebles, junto con el desorden de Terry y sus hermanos, Joseph y Demaine. En la casa viven, además, su madre, su abuelo y una tía. Las largas escaleras de madera crujen como en los tiempos de míster Hyde y el doctor Jekyll.
Para sus detractores, los arriendos subsidiados condenan a gente como los Johnson a ser inquilinos de por vida. La posibilidad de comprar con descuento la casa que arriendan -una propuesta bandera del gobierno- es inalcanzable para la mayoría. Para sus hijos, tampoco es fácil vivir en medio del glamour y la riqueza cuando tienen las libras contadas para ir al supermercado. Como Annie Montague, viven inquietos: no pueden sentarse en los cafés, ni comer en los restaurantes, solo mirar desde fuera el mundo feliz de las vitrinas. Como me contesta Terry cuando pregunto si, a pesar de todo, están orgullosos de ser del barrio: "Somos los extras de la película. Nadie nos ve".
El pasado 9 de agosto, un vecino de los Johnson recibió en su celular una foto de una vitrina incendiada. Fue uno de varios mensajes que, según las autoridades británicas, alentaron a muchos jóvenes como ellos a unirse a los disturbios del verano. El detonante de la revuelta fue la muerte de Mark Duggan, un hijo de inmigrantes abatido en una redada policial en Tottenham. La vertiginosa vorágine que siguió -antes de 24 horas había saqueos e incendios en medio Londres, antes de 72, en media Inglaterra- es tema de otra crónica, pero las cifras dan una idea: hubo 3.000 arrestos y pérdidas por 200 millones de libras.
Terry estaba en cama con fiebre, pero su hermano Joseph salió esa noche a sembrar el terror por Notting Hill. No pretendía derrocar al gobierno, ni siquiera cobrársela a la policía: sólo estar ahí y ser parte de los acontecimientos. La señora Johnson consiguió encerrarlo en su casa al otro día. Varios de sus amigos están citados ante un juez de menores por el asalto a una tienda de ropa deportiva y accesorios, uno de los rubros más afectados por los saqueos. Como más de la mitad de los protagonistas de la revuelta, ninguno ha cumplido 16 años. Son niños.
En la Inglaterra de la reina Isabel y de la Cámara de los Lores, el clasismo es atávico. La Segunda Guerra Mundial y el esfuerzo compartido de la reconstrucción alentaron políticas de solidaridad, como los arriendos subsidiados.
Hoy, como en casi todo el mundo, estas políticas se baten en retirada. La brecha entre pobres y ricos se ahonda debido a un individualismo que apenas registra la necesidad ajena.
En Latinoamérica, estas desigualdades abismales son más que conocidas: han sido el caldo de cultivo de innumerables niños sicarios, narcotraficantes y guerrilleros. Estas dolorosas lecciones de nuestra historia hoy podrían resultar invaluables para las sociedades del primer mundo, donde tantos jóvenes, como los Johnson, crecen como ciudadanos de tercera. No está de más recordárnoslas antes de que sea tarde.
(El autor, Juan Tafur, colombiano, ha publicado 'La pasión de María Magdalena' (del que vendió 50 mil ejemplares) y 'El viajero de los dos mundos'. Su libro más reciente es '99 lugares para hablar con Dios').
EL TIEMPO
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