Algo extraño pasa hoy en el mundo. La crisis financiera global iniciada el 2008 y la actual crisis del euro son ambas producto del modelo de capitalismo ligeramente regulado que apareció en las tres últimas décadas. Y sin embargo, a pesar de la amplia cólera frente a las ayudas a Wall Street, no ha habido un gran resurgir del populismo americano de izquierda como respuesta. Es previsible que el movimiento Occupy Wall Street gane algo de fuerza, pero el movimiento populista dinámico más reciente hasta el momento ha sido el derechista Tea Party, cuyo principal blanco es el estado regulador que intenta proteger al ciudadano común de los especuladores financieros. Algo similar es cierto también para Europa, donde la izquierda está anémica y los partidos populistas de derechas ganan terreno.
Hay varias razones para esta falta de movilización izquierdista, pero la principal es un fracaso en el terreno de las ideas. Durante la última generación, la autoridad ideológica en temas económicos ha estado en manos de la derecha libertaria. La izquierda ha sido incapaz de presentar una agenda creíble aparte del retorno a una insostenible forma de anticuada socialdemocracia. Esta ausencia de una contra-narrativa progresista creíble no es sana, porque la competencia es buena para el debate intelectual tanto como para la actividad económica. Y es urgente un debate intelectual serio, puesto que la actual forma del capitalismo global está erosionando a la clase media sobre la que descansa la democracia liberal.
La ola democrática
Las fuerzas y condiciones sociales no “determinan” simplemente las ideologías, como Karl Marx mantuvo antaño, pero las ideas no son poderosas a menos que representen las preocupaciones de una buena parte de la gente normal. La democracia liberal es la ideología por defecto en gran parte del mundo hoy, en parte porque responde a, y es facilitada por, ciertas estructuras socioeconómicas. Los cambios en esas estructuras pueden tener consecuencias ideológicas, de la misma manera que los cambios ideológicos pueden tener consecuencias socioeconómicas.
Casi todas las ideas poderosas que han dado forma a las sociedades humanas durante los últimos 300 años fueron de naturaleza religiosa, con la importante excepción del confucianismo en China. La primera ideología secular que tuvo un efecto mundial duradero fue el liberalismo. Una doctrina asociada con la aparición de la clase media, primero comercial y después industrial, en ciertas partes de Europa en el siglo XVII. (Por “clase media” me refiero a gente que no se encuentra ni en lo alto ni en lo bajo de sus sociedades en términos de ingresos, que ha recibido al menos una educación secundaria, y que es dueña, o bien de propiedades, o bien de bienes duraderos o de sus propios negocios).
Tal y como fue enunciada por pensadores clásicos como Locke, Montesquieu y Mill, el liberalismo mantiene que la legitimidad del Estado deriva de la habilidad de éste para proteger los derechos individuales de sus ciudadanos y que el poder del Estado necesita ser limitado por su adhesión a la ley. Uno de los principios fundamentales a proteger es la propiedad privada; la Revolución Gloriosa de Inglaterra en 1688-89 fue crítica para el desarrollo del liberalismo moderno porque fue la primera en establecer el principio constitucional de que el Estado no puede legítimamente cobrar impuestos a sus ciudadanos sin su consentimiento.
Inicialmente, liberalismo no implicaba necesariamente democracia. Los Whigs que apoyaron el acuerdo constitucional de 1689 tendían a ser los mayores terratenientes de Inglaterra; el parlamento de aquel periodo representaba menos del diez por ciento de toda la población. Muchos liberales clásicos, incluyendo a Mill, eran muy escépticos acerca de las virtudes de la democracia; creían que la participación política responsable requería educación y participación en la sociedad —es decir, propiedades. Hasta finales del siglo XIX, el sufragio estaba limitado por la propiedad y los requerimientos educacionales en virtualmente todas las partes de Europa. La elección de Andrew Jackson como presidente en 1828 y la subsiguiente abolición del requerimiento de propiedad para votar, al menos en lo que respecta a los varones blancos, marcaron así una primera victoria inicial en defensa de un principio democrático más fuerte.
En Europa, la exclusión de la vasta mayoría de la población del poder político y el ascenso de la clase obrera industrial abrió el paso al marxismo. El Manifiesto Comunista fue publicado en 1848, el mismo año que la las revoluciones se extendieron por todas las grandes capitales europeas, excepto el Reino Unido. Y comenzó así un siglo de competencia por el liderazgo del movimiento democrático entre comunistas, que estaban dispuestos a deshacerse del procedimiento democrático (las elecciones multipartidistas) a favor de lo que creían era una democracia sustantiva (la redistribución económica), y los demócratas liberales, que creían en ampliar la participación política manteniendo al mismo tiempo el dominio de la ley en defensa de los derechos individuales, incluyendo los derechos de propiedad.
Estaba en juego la adhesión de la nueva clase obrera. Los primeros marxistas creían que podrían vencer por la fuerza pura de los números: a medida que el sufragio se amplió a finales del siglo XIX, partidos como el Laborista del Reino Unido y el de los socialdemócratas alemanes crecieron y amenazaron la hegemonía, tanto de conservadores como de los liberales tradicionales. Hubo una fuerte resistencia contra el ascenso de la clase trabajadora, a menudo por métodos no democráticos; los comunistas, y muchos socialistas, a su vez, abandonaron la democracia formal a favor de la toma directa del poder.
A lo largo de la primera mitad del siglo XX, hubo un claro consenso en la izquierda progresista de que algún tipo de socialismo —certeza de que el control gubernamental de los lugares decisivos de la economía era necesario para asegurar una distribución igualitaria de la riqueza— resultaba inevitable para todos los países avanzados. Incluso un economista conservador como Joseph Schumpeter pudo escribir en su libro de 1942, Capitalismo, socialismo y democracia, que el socialismo emergería victorioso porque la sociedad capitalista se estaba autodestruyendo culturalmente. Se creía que el socialismo representaba la voluntad y los intereses de la amplia mayoría del pueblo en las sociedades modernas.
Sin embargo, incluso cuando los grandes conflictos ideológicos del siglo XX se desarrollaban en el plano político y militar, sucedían cambios críticos a un nivel social que minaban la hipótesis marxista. Ante todo, los estándares reales de la clase obrera industrial continuaron creciendo, hasta el extremo que muchos obreros o sus hijos pudieron unirse a la clase media. Segundo, el tamaño relativo de la clase obrera dejó de crecer y comenzó en realidad a declinar, sobre todo en la segunda mitad del Siglo XX, cuando los servicios comenzaron a desplazar a la fabricación en las que fueron llamadas economías “postindustriales.” Finalmente, un nuevo grupo de gente pobre o sin ventajas emergió por debajo de la clase obrera industrial —una mezcla heterogénea de minorías étnicas y raciales, inmigrantes recientes, y grupos sociales excluidos, como las mujeres, los gays y los incapacitados. Como resultado de esos cambios, en la mayoría de las sociedades industrializadas, la vieja clase obrera se convirtió tan sólo en otro grupo de interés doméstico, uno que empleaba el poder de los sindicatos para proteger sus ganancias de tiempos pasados.
En consecuencia, la clase económica resultó no ser el gran estandarte tras el cual movilizar a la población para la acción política en los países industriales avanzados. La Segunda Internacional tuvo una desagradable llamada de atención en 1914, cuando las clases trabajadoras de Europa abandonaron los llamados a la lucha de clases y se sumaron a líderes conservadores que predicaban eslóganes nacionalistas, un patrón que persiste hasta hoy en día. Muchos marxistas trataron de explicar esto, de acuerdo con lo que el académico Ernest Gellner llamó “la teoría de la dirección equivocada”:
De la misma manera que los musulmanes chiítas extremistas mantienen que el arcángel Gabriel se equivocó, entregando el mensaje a Mahoma cuando estaba destinado a Alí, a los marxistas básicamente les gusta pensar que el espíritu de la historia o la conciencia humana han cometido un terrible error. El mensaje movilizador estaba destinado a las clases, pero por algún terrible error postal fue entregado a las naciones.
Gellner argumentó que la religión ejerce una función similar al nacionalismo en el Medio Oriente contemporáneo: moviliza con éxito a la gente porque tiene un contenido espiritual y emocional del que carece la conciencia de clase. De la misma manera que el nacionalismo europeo fue llevado por los europeos del campo a las ciudades en el siglo XIX, también ahora el islamismo es una reacción a la urbanización y el desplazamiento que tiene lugar en las sociedades del Medio Oriente contemporáneo. La carta de Marx nunca será entregada a la dirección marcada como “clase social.”
Marx creía que la clase media, o al menos el pedazo de eso que él llamaba burguesía que era dueño del capital, seguiría siendo siempre una minoría pequeña y privilegiada dentro de las sociedades modernas. Lo que sucedió en su lugar es que la burguesía y la clase media acabaron constituyendo la amplia mayoría de la población en los países más avanzados, causando problemas al socialismo. Desde tiempos de Aristóteles, los pensadores han creído que las democracias estables reposan sobre una clase media y que las sociedades con extremos de riqueza y pobreza son susceptibles al dominio oligárquico o a la revolución populista. Cuando gran parte del mundo desarrollado triunfó al crear sociedades de clase media, el atractivo del marxismo se desvaneció. Los únicos lugares del mundo en que el radicalismo izquierdista persiste como fuerza poderosa son sitios con gran desigualdad, como algunos lugares de América Latina, Nepal y las regiones empobrecidas de la India.
Lo que el politólogo Samuel Huntington etiquetó como la “tercera ola” de la democratización global, que comenzó en el sur de Europa en los setentas y culminó con la caída del comunismo en Europa Oriental en 1989, aumentó el número de democracias electorales alrededor del mundo —eran alrededor de 45 en 1970 y terminaron siendo más de 120 a finales de los noventa. El crecimiento económico ha conducido a la aparición de nuevas clases medias en países como Brasil, India, Indonesia, Sudáfrica y Turquía. Como ha señalado el economista Moisés Naim, esas clases medias están relativamente bien educadas, poseen propiedades y están tecnológicamente conectadas con el mundo exterior. Son exigentes con sus gobiernos y se movilizan fácilmente como resultado de su acceso a la tecnología. No debería sorprendernos en absoluto que los principales instigadores de los alzamientos de la Primavera Árabe fueran tunecinos y egipcios bien educados, cuyas ambiciones de trabajo y participación política se veían bloqueadas por las dictaduras bajo las que vivían.
La gente de clase media no apoya necesariamente a la democracia por principio: como todo el mundo, son actores egoístas que quieren proteger su propiedad y posición. En países como China y Tailandia, mucha gente de clase media se siente amenazada por las demandas redistributivas de los pobres, y en consecuencia se han puesto del lado de gobiernos autoritarios que protegen sus intereses de clase. Tampoco las democracias logran necesariamente cumplir siempre con las esperanzas de su propia clase media, y cuando no lo hacen éstas se inquietan.
¿La alternativa menos mala?
Existe hoy un amplio consenso global sobre la legitimidad, al menos en principio, de la democracia liberal. En palabras del economista Amartya Sen: “Aunque la democracia no es aún practicada universalmente, ni aceptada uniformemente, en el clima general de la opinión mundial, el gobierno democrático ha alcanzado el estatus de ser considerada como generalmente correcta.” Es comúnmente aceptada en países que han alcanzado un nivel de prosperidad material suficiente como para permitir a una mayoría de sus ciudadanos pensar en sí mismos como clase media, que es por lo que tiende a existir una correlación entre altos niveles de desarrollo y democracia estable.
Algunas sociedades, como Irán y Arabia Saudita, rechazan la democracia liberal a favor de una forma de teocracia islámica. Sin embargo, esos regímenes han llegado al final de su desarrollo, siguen vivos tan sólo porque están instalados encima de amplias reservas de petróleo. Existió antaño una amplia excepción árabe frente a la Tercera Ola, pero la Primavera Árabe ha demostrado que el público árabe puede movilizarse contra la dictadura tan rápidamente como aquel de Europa Oriental y América Latina. Esto no significa, desde luego, que el camino hacia una democracia que funcione bien vaya a ser sencillo en Túnez, Egipto o Libia, pero sí sugiere que el deseo de libertad política y participación no es una peculiaridad cultural de europeos y americanos.
El más serio desafío a la democracia liberal en el mundo actual llega desde China, que ha combinado un gobierno autoritario con una economía parcialmente de mercado. China es heredera de una larga y orgullosa tradición de gobierno burocrático de alta calidad, que tiene cerca de dos mil años. Sus líderes han administrado una transición increíblemente compleja desde una economía centralizada, planificada a la manera soviética, hasta una dinámica abierta y lo han hecho con admirable competencia —más competencia, seamos francos, que la mostrada por los líderes estadounidenses en la administración de su propia política macroeconómica reciente. Mucha gente admira el sistema chino no sólo por sus logros económicos sino también porque puede tomar amplias y complejas decisiones rápidamente, en comparación con la agonizante parálisis política que ha golpeado tanto a los Estados Unidos como a Europa durante los últimos años. A partir, sobre todo, de la reciente crisis financiera, los chinos han comenzado a alardear del “modelo chino” como alternativa a la democracia liberal.
Es improbable que este modelo llegue a convertirse en una alternativa seria a la democracia liberal en regiones fuera de Asía Oriental. Ante todo, el modelo es culturalmente específico: el gobierno chino se encuentra construido en torno a una larga tradición de reclutamiento meritocrático, oposiciones para los cargos públicos y deferencia hacia la autoridad tecnocrática. Pocos países en vías de desarrollo pueden esperar emular este modelo; aquellos que lo han hecho, como Singapur y Corea del Sur (al menos en un periodo anterior), ya estaban dentro de la zona cultural china. Los mismos chinos son escépticos acerca de si su modelo puede ser exportado; el así llamado “consenso pekinés” es una invención occidental, no china.
Tampoco está claro que el modelo pueda sostenerse. Ni el crecimiento basado en la exportación ni la aproximación a la toma de decisiones desde lo alto continuarán dando buenos resultados para siempre. El hecho de que el gobierno chino no permita la discusión abierta del desastroso accidente del ferrocarril de alta velocidad el pasado verano y no pueda poner al Ministerio de Ferrocarriles responsable del mismo bajo su control, sugiere que existen otras bombas de tiempo escondidas tras la fachada de la toma eficiente de decisiones.
Finalmente, China se enfrenta con una gran vulnerabilidad al final del camino. El gobierno chino no obliga a sus funcionarios a respetar la dignidad básica de sus ciudadanos. Casa semana hay nuevas protestas sobre confiscación de tierras, violaciones ambientales o corrupción por parte de algún funcionario. Mientras el país crezca rápidamente, esos abusos pueden ser escondidos debajo de la alfombra. Pero el crecimiento rápido no durará siempre, y el gobierno tendrá que pagar un precio en rabia contenida. El régimen ya no tiene ninguna guía ideológica en torno a la que organizarse; es dirigido por un Partido Comunista, supuestamente comprometido con la igualdad, que preside sobre una sociedad marcada por una dramática y creciente desigualdad.
Así la estabilidad del sistema chino no puede de ninguna forma considerarse garantizada. El gobierno chino argumenta que sus ciudadanos son culturalmente diferentes y siempre preferirán una dictadura benévola, promotora de crecimiento, a una democracia confusa que amenacé la estabilidad social. Pero es improbable que una creciente clase media se comporte en China de forma tan distinta a como se ha comportado en otras partes del mundo. Otros regímenes autoritarios pueden intentar emular el éxito de China, pero hay pocas oportunidades de que buena parte del mundo pueda parecerse a la China de hoy dentro de cincuenta años.
El futuro de la democracia
Existe una amplia correlación entre el crecimiento económico, el cambio social y la hegemonía de la ideología liberal democrática en el mundo actual. Y en este momento, no crece ninguna ideología real plausible. Pero algunas turbadores tendencias económicas y sociales, de continaur, amenazarán la estabilidad de las democracias liberales contemporáneas y destronarán la ideología democrática —tal y como es comprendida en la actualidad.
El sociólogo Barrinton Moore afirmó rotundamente en una ocasión: “Sin burgués no hay democracia.” Los marxistas no consiguieron su utopía comunista porque el capitalismo maduro generó sociedades de clase media, no sociedades obreras. Pero ¿qué pasaría si un desarrollo posterior de la tecnología y la globalización minase la clase media e hiciera posible que sólo una minoría de ciudadanos alcanzase ese status?
Hay ya abundantes señales de que esa fase del desarrollo ha comenzado. Los ingresos medios en Estados Unidos se han estancado en términos reales desde los setenta. El impacto económico de este estancamiento ha sido suavizado hasta cierto punto por el hecho de que muchas familias americanas han pasado a tener dos ingresos durante la pasada generación. Por lo demás, el economista Raghuram Rajan ha argumentado persuasivamente que, dado que los americanos son reacios a comprometerse con una redistribución clara, Estados Unidos ha intentado en su lugar una forma muy peligrosa e ineficaz de redistribución durante la pasada generación, subsidiando hipotecas para casas familiares de bajos ingresos. Esta tendencia, facilitada por una inundación de liquidez llegada de China y otros países, dio a muchos americanos comunes la ilusión de que sus estándares de vida estaban ascendiendo de forma estable durante la década pasada. A este respecto, la ruptura de la burbuja inmobiliaria del 2008-2009 no fue sino una cruel reversión del significado. Los americanos hoy pueden disfrutar de teléfonos móviles baratos, ropas nada caras y Facebook, pero cada vez más no pueden permitirse sus propias casas, o un seguro de salud, o una pensión confortable al retirarse.
Un fenómeno aún más preocupante, identificado por el capitalista inversor Peter Thiel y el economista Tyler Cowen, es que los beneficios de las más recientes olas de innovación tecnológica han crecido de forma desproporcionada para los miembros con más talento y educación de la sociedad. Este fenómeno ayudó a causar el crecimiento masivo de la desigualdad en los Estados Unidos durante la pasada generación. En 1974, el uno por ciento de las familias más ricas se llevaban a casa el nueve por ciento del Producto Interno Bruto; el 2007, esa parte había ascendido hasta el 23.5 %.
El comercio y las políticas fiscales pueden haber acelerado esa tendencia, pero el auténtico villano aquí es la tecnología. En las fases iniciales de la industrialización —la era de los textiles, el carbón, el acero y el motor de combustión interna— los beneficios de los cambios tecnológicos siempre descendieron de forma significativa al resto de la sociedad en términos de empleo. Pero esa no es una ley de la naturaleza. Vivimos hoy en lo que la académica Shoshana Zuboff ha bautizado como “la era de la máquina inteligente,” en la que la tecnología es cada vez más capaz de sustituir más y más elevadas funciones humanas. Cada gran avance de Silicon Valley significa probablemente la perdida de trabajos poco especializados en otras partes de la economía, una tendencia que es improbable que termine de forma inmediata.
La desigualdad siempre ha existido, como resultado de diferencias naturales en talento y carácter. Pero el mundo tecnológico actual magnifica ampliamente esas diferencias. En la sociedad agraria del siglo XIX, la gente con capacidad para las matemáticas no tenía tantas oportunidades para capitalizar su talento. Hoy pueden ser magos de las finanzas o ingenieros de software y llevarse a casa proporciones cada vez mayores de la riqueza nacional.
El otro factor que mina los ingresos de la clase media en los países desarrollados es la globalización. Con la rebaja de los trasportes y el costo de las comunicaciones y la entrada en la fuerza laboral global de cientos de millones de nuevos trabajadores de los países en vía de desarrollo, el tipo de trabajo hecho por la vieja clase media en el mundo desarrollado puede hacerse de manera más económica en otros lugares. Bajo un modelo económico que prioriza la maximización de los ingresos totales, es inevitable que los trabajos sean relocalizados fuera.
Ideas y políticas más inteligentes podrían haber contenido los daños. Alemania ha logrado proteger una parte significativa de su base manufacturera y de su fuerza laboral industrial mientras sus compañías lograban seguir siendo globalmente competitivas. Estados Unidos y el Reino Unido, por otra parte, han seguido siendo globalmente competitivos, han abrazado felizmente la transición a la economía de servicios postindustrial. El libre cambio se convertido menos en una teoría que en una ideología: cuando miembros del Congreso norteamericano intentaron tomar represalias a través de las sanciones comerciales contra China por mantener ésta su moneda infravalorada, fueron acusados con indignación de proteccionismo, como si el juego estuviera igualado. Hubo mucha cháchara feliz acerca de las maravillas de la economía del conocimiento, y acerca de la forma en que peligrosos trabajos fabriles serían inevitablemente reemplazados por trabajadores mejor preparados que harían cosas creativas e interesantes. Se colocó un velo por encima de la dura realidad de la desindustrialización. Se dejó a un lado que los beneficios del nuevo orden se acumulaban desproporcionadamente en una pequeña cantidad de gente de las finanzas y la alta tecnología, con intereses que dominaban la prensa y el diálogo político en general.
La izquierda ausente
Una de las características más sorprendentes del mundo tras los resultados de la crisis financiera es que, hasta ahora, el populismo ha tomado una forma básicamente derechista, no una izquierdista.
En Estados Unidos, por ejemplo, aunque el Tea Party es antielitista en su retórica, sus miembros votan por políticos conservadores que sirven precisamente a aquellos financieros y elites corporativas que pretenden despreciar. Hay muchas explicaciones para ese fenómeno. Incluyen una creencia profundamente impregnada en la igualdad de oportunidades antes que en la igualdad de consecuencias y el hecho de que problemáticas culturales, como el aborto y el derecho a portar armas, se entrecruzan con los asuntos económicos.
Pero la razón más profunda por la que una izquierda populista no se ha materializado es de tipo intelectual. Han pasado siete décadas desde que alguien en la izquierda fue capaz de articular, primero, un análisis coherente de lo que le pasas a la estructura de las sociedades avanzadas cuando emprenden un cambio económico y, después, un programa realista que presente alguna esperanza de proteger una sociedad de clase media.
Las principales tendencias del pensamiento izquierdista de las dos últimas generaciones han sido francamente desastrosas, ya sea como estructuras conceptuales o como instrumentos para la movilización. El marxismo murió hace muchos años, y los pocos viejos creyentes que quedan están listos para el asilo. La izquierda académica lo ha reemplazado con el postmodernismo, el multiculturalismo, el feminismo y la teoría crítica, y alojado otras tendencias intelectuales fragmentadas que están más centradas en lo cultural que en lo económico. El postmodernismo comienza negando la posibilidad de cualquier metarrelato de la historia o la sociedad, recortando su propia autoridad como voz para la mayor parte de los ciudadanos que se sienten traicionados por sus élites. El multiculturalismo valida la condición de víctima de virtualmente cualquier grupo externo. Es imposible generar un movimiento progresista de masas a partir de tan abigarrada coalición: la mayor parte de los trabajadores y de la clase media baja, victimizados por el sistema, son culturalmente conservadores y se sentirían incómodos de ser vistos en compañía de ese tipo de aliados.
Cualesquiera que sean las justificaciones teóricas que subyacen en el programa de la izquierda, su mayor problema es la falta de credibilidad. Durante las últimas dos generaciones, la izquierda mayoritaria ha seguido un programa socialdemócrata que centra en el Estado la entrega de una serie de servicios, como las pensiones, la salud y la educación. Este modelo se encuentra ahora agotado: los Estados de bienestar se han hecho grandes, burocráticos e inflexibles; son a menudo capturados por las mismas organizaciones que los administran, a través de los sindicatos del sector público; y, lo más importante, son fiscalmente insostenibles dado el envejecimiento de la población en casi todo el mundo desarrollado. Así pues, cuando los partidos socialdemócratas llegan al poder, ya no aspiran a otra cosa que ser los custodios del estado del bienestar que fue creado décadas atrás; ninguno tiene un nuevo programa excitante alrededor del que unir a las masas.
Un ideólogo del futuro
Imaginad, por un momento, a un oscuro escriba en una buhardilla en cualquier lugar, intentando trazar la ideología del futuro que facilitará un camino realista hacia un mundo dotado de sociedades sanas de clase media y robustas democracias. ¿A qué se parecerá esa ideología?
Debería tener, por lo menos, dos componentes: político y económico. Políticamente, la nueva ideología necesitaría reafirmar la supremacía de la política democrática sobre la económica y legitimar un nuevo gobierno como una expresión del interés público. Pero la agenda impulsada para proteger la vida de las clases medias no puede descansar simplemente en los actuales mecanismos del estado del bienestar. La ideología necesitaría de alguna manera rediseñar el sector público, liberándolo de su dependencia de los propietarios existentes y empleando nuevas aproximaciones, reforzadas por la tecnología, para acercarse a la entrega de servicios. Tendría que argumentar correctamente a favor de una mayor redistribución y presentar una nueva forma realista de acabar con el dominio sobre la política de los grupos de interés.
Económicamente, la ideología no podría comenzar con una denuncia del capitalismo tal cual, como si el anticuado socialismo continuase siendo una alternativa viable. Es más una variedad del capitalismo la que está en juego y el grado en que los gobiernos deben ayudar a las sociedades a ajustarse al cambio. La globalización no ha de ser vista como un hecho inexorable de la vida sino más bien como un reto y una oportunidad que debe ser cuidadosamente controlada políticamente. La nueva ideología no ve los mercados como un fin en sí mismo; en su lugar, valora el comercio mundial y la inversión hasta donde estos ayudan a una clase media floreciente, no tan sólo a una mayor riqueza nacional total.
Sin embargo, no es posible llegar a ese punto sin hacer una crítica seria y sostenida de gran parte del edificio de la economía neoclásica moderna, comenzando con asunciones fundamentales como que la soberanía de las preferencias individuales y el total de los ingresos dan una medida acertada del bienestar nacional. Esta crítica debería verse obligada a indicar que los ingresos de la gente no representan necesariamente sus auténticas contribuciones a la sociedad. Necesitaría ir más lejos, sin embargo, y reconocer que incluso si los mercados laborales fueran eficientes, la distribución nacional del talento no es necesariamente justa y que los individuos no son entidades soberanas sino seres profundamente marcados por las sociedades que les rodean.
Muchas de estas ideas han estando dando vueltas en fragmentos desde hace algún tiempo; el escriba deberá incluirlas en un paquete coherente. El o ella también deberán evitar el problema de la “dirección equivocada.” La crítica de la globalización tendría que unirse al nacionalismo como estrategia para la movilización de tal manera que defina el interés nacional de una forma más sofisticada que, por ejemplo, las campañas de “compra lo americano” de los sindicatos en Estados Unidos. El producto será una síntesis de ideas —tanto de la izquierda como de la derecha—, separadas de la agenda de los grupos marginales que constituyen el movimiento progresista ya existente. La ideología sería populista; el mensaje comenzaría con una crítica de las élites que permiten que el beneficio de muchos sea sacrificado al de unos pocos y una crítica de las políticas del dinero, especialmente en Washington, que benefician abrumadoramente a los ricos.
Los peligros inherentes en tal movimiento son obvios; una retirada de los Estados Unidos, y en concreto, de su defensa de una sistema global más abierto, podría provocar respuestas proteccionistas en otras partes. En muchos aspectos, la revolución Reagan-Thatcher triunfó en la forma en que sus propulsores habían esperado, al traernos un mundo crecientemente competitivo, globalizado, libre de fricciones. Durante el camino, generó una tremenda riqueza y creó clases medias crecientes a lo largo del mundo en vías de desarrollo, así como la extensión de la democracia. Es posible que el mundo desarrollado esté en la cúspide de una serie de avances tecnológicos que no sólo aumentarán la productividad sino también darán mucho empleo a grandes cantidades de personas de la clase media.
Pero esto es más una cuestión de fe que un reflejo de una realidad empírica de los últimos 30 años, que apunta en la dirección opuesta. En realidad, hay muchas razones para pensar que la desigualdad continuará empeorando. La actual concentración de riqueza en Estados Unidos ya ha llegado al punto de autoperpetuarse: como ha argumentado el economista Simon Johnson, el sector financiero emplea su poder entre los lobbies para evitar las más onerosas formas de regulación. Las escuelas de los acomodados están mejor que nunca; las de los demás continúan deteriorándose. Las élites en todas las sociedades emplean su acceso superior al sistema político para proteger sus intereses, frente a la ausencia de una movilización democrática que les contradiga para rectificar la situación. Las elites norteamericanas no son una excepción a la regla.
Sin embargo, esta movilización no tendrá lugar mientras la clase media del mundo desarrollado permanezca atrapada por la narrativa de la pasada generación: que sus intereses serán mejor servidos por mercados cada vez más libres y estados más pequeños. La narrativa alternativa está ahí afuera, esperando nacer.
* Este ensayo fue publicado originalmente en inglés en el último número de la revista Foreign Affairs. Traducción: Juan Carlos Castillón.
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