A fuerza de hablar de la desigualdad de ingresos y riqueza, a menudo nos olvidamos de subrayar el hecho empírico de su acelerado crecimiento, de exponer sus causas y orígenes, de ponderar sus consecuencias y, más aún, de refutar las falsarias justificaciones ideológicas ofrecidas por los habituales peritos en legitimación.
De todo ello a menudo nos olvidamos pese a que la desigualdad -mídasela como se quiera- parece galopar sin brida ni rienda tanto a escala planetaria como local, tanto en los países pobres como en los ricos. Hace ya tiempo que ha rebasado el nivel de lo social, lo ética y lo estéticamente tolerable.
La extrema desigualdad está haciendo de este mundo nuestro un lugar inestable, reprobable y feo. Los 84 individuos más ricos del mundo poseen una riqueza que excede el PIB de China con sus 1.300 millones de habitantes. En 1998, Michael Eisner, director general de Disney, cobraba 576,6 millones de dólares, lo que representaba 25.070 veces el ingreso medio de los trabajadores de esta misma empresa. Ese mismo año, un solo ciudadano de Estados Unidos, Bill Gates, disponía de más riqueza que la del 45% de los hogares de aquel país.
A la fecha de hoy, el 5% de los hogares con mayor poder adquisitivo de Estados Unidos dispone de casi el 50% de la renta nacional. Mientras tanto, 80 países en el mundo tienen una renta per cápita menor que hace una década. Mientras tanto, la mitad de nuestra especie, la más desheredada y vulnerable, 3.000 millones de personas, vive con menos de 2 dólares al día y, de éstos, 1.300 millones con menos de 1 dólar diario.
El economista norteamericano Robert Frank, que algunos estudiantes de económicas conocen por su estupendo manual de teoría económica, explica que, del conjunto de la ciudadanía de su país, el 1% más rico se embolsó el 70% de toda la riqueza generada desde mediados de los años setenta. Para el Reino de España no hay datos equiparables que sean públicos. Pero es muy probable, según expertos fiscales que llevan años rastreando el terreno, que los datos puedan ser igualmente escandalosos, tanto que mejor mantenerlos en secreto. Nunca en la historia de la humanidad hubo tan pocos ricos tan ricos ni tantísimos pobres tan pobres.
Lo cual es malo al menos por las siguientes razones de consecuencia: primero, porque hace vulnerables, y en grado diverso, a amplísimas capas subalternas de la sociedad. Y con la vulnerabilidad viene la dependencia; con la dependencia, la falta de libertad, y con la falta de libertad, en grado diverso, la condición servil y la pérdida del autorrespeto. Segundo, porque pone en manos de unos pocos poderes y recursos desmedidos que pueden condicionar y sesgar el proceso político del lado de sus intereses privilegiados, socavando así toda esperanza de democracia real y quebrando la igualdad política que subyace al ideal de ciudadanía. Finalmente, la desigualdad extrema entre ricos y pobres (entendidos éstos en sentido amplio) quiebra la comunidad, rompe los lazos de fraternidad y desata, de un lado, la codicia de los pocos y, del otro, cuando no la envidia y el resentimiento, siempre al menos la frustración, y muchas, muchas veces, la desesperación de los muchos.
Pese a estas razones, no faltan las justificaciones de la desigualdad. La primera de ellas viene a decir que la gente tiene lo que se merece. Así como el rico merece su riqueza, premio a su emprendedor dinamismo, el pobre -por su falta de aptitud y esfuerzo- merece su opuesto destino social. Así como el leal y eficiente trabajador merece conservar su empleo, así el que lo pierde merece el escarmiento del paro, en el que merecerá quedarse si no muestra suficiente capacidad y buena disposición para la búsqueda activa de otro empleo. Oportunidades no faltan, sólo hay que saberlas buscar. Esta justificación meritocrática de la desigualdad es tan demagógicamente falsa como cierto es el hecho de que nadie merece moralmente ni su azar genético ni su azar social, de por sí muy desigualmente distribuidos.
Nadie merece moralmente la familia que le ha tocado en suerte, rica o pobre, decente o depravada, ni, por tanto, las oportunidades -favorables o no- que la familia pueda brindarle. Y lo mismo cabe decir de los talentos -pocos o muchos- con los que uno viene al mundo: nadie los merece moralmente.
Si es verdad que la justicia aspira a contrarrestar los caprichos del azar -social y genético-, poco justo será permitir que los individuos gocen sin traba ni freno de sus inmerecidos diferenciales de oportunidad, que ese azar les pone en bandeja. La distribución de las dotaciones genéticas -como no ha dejado de subrayar John Rawls- son un activo común de la sociedad, aunque sólo sea porque es la sociedad quien las premia y valora o porque sólo en su seno pueden ejercerse.
La segunda justificación de la desigualdad la convierte en el necesario precio de la libertad. En un mundo regido por el libre mercado y asentado en el sacrosanto principio de la libertad de elección, un Estado intervencionista podría imponer políticas redistributivas y regulaciones igualitaristas, pero sólo lo lograría a base de cercenar esa misma libertad individual, a base de recortar las opciones sobre las que elegir. Este argumento es tan falso como cierto es el hecho de que la desigualdad implica ella misma una falta de libertad, tanto más profunda cuanto más dramática sea esa desigualdad. Porque falta de libertad -de decidir, de hacer y aun de rechazar- es lo que tiene el trabajador precario que apenas llega a fin de mes y no sabe si mañana conservará su empleo; es lo que sufre la mujer sometida al marido y desfavorecida y discriminada en toda suerte de oportunidades de vida; es lo que padece el desempleado de larga duración, que soporta el estigma social de la dependencia del subsidio público (si es que lo tiene).
Falta de libertad es lo que tiene el pobre que depende de la exigua caridad de sus congéneres. Falta de libertad es lo que sufre el subordinado (en la jerarquía de la empresa, por ejemplo) cuando tiene que comulgar con ruedas de molino porque necesidades o deseos vitales para él dependen de la voluntad de su superior.
Falta de libertad, en fin, es lo que padece el que vive con permiso de otro.
No olvidemos el dicho de Juvenal: 'Hay muchas cosas que los hombres, si llevan la capa remendada, no se atreven a decir'. El mundo contemporáneo, porque distribuye de forma tan groseramente desigual recursos, oportunidades y riqueza, padece un hondísimo problema de falta de libertad.
La tercera justificación de la desigualdad le carga las culpas al gobierno, sea el que sea. Los gobiernos -viene a decir- promueven la desigualdad con sus equivocadas políticas recortando oportunidades de desarrollo individual. Así, por ejemplo, el desempleo -una fuente terrible de desigualdad social- podría evitarse si los mercados de trabajo no fueran tan rígidos y los empresarios tuvieran más facilidades -¡todas las facilidades!- de contratación y despido. Y todavía más oportunidades habría de creación de empleo -y riqueza para todos- si los gobiernos apostaran sin tapujos por la productividad y la competitividad de las empresas, rebajando impuestos, recortando gastos sociales, privatizando servicios públicos y apuntando al déficit cero.
Esta justificación de la desigualdad es tan falsa como cierto es el hecho de que han sido precisamente los gobiernos que más han promovido políticas desreguladoras de los mercados laborales y fiscalmente estimuladoras de la oferta los que más han provocado aumentos de la desigualdad.
Y de las causas de la desigualdad, ¿qué?
La desigualdad tiene muchas causas, pero la principal -sin dudarlo- hay que buscarla en el actual modelo capitalista de crecimiento y desarrollo y en el vigente modelo antisocial de propiedad.
El capitalismo es un modo de producción que vive de la desigualad y la retroalimenta positivamente, vive de la desigualdad entre el trabajo y el capital. Reproduce y amplía esa desigualdad porque el capitalismo asigna muy distintos recursos de poder a propietarios y no propietarios. Y asigna tan desigualmente el poder social porque se basa en un modelo de propiedad y apropiación que no conoce apenas límites a su acumulabilidad, y permite formidables hiperconcentraciones de poder económico y social que no sólo escapan a todo control democrático, sino que por mil vías consiguen una sobrerrepresentación institucional y política de sus privilegiados y minoritarios intereses.
La batalla -por ahora duramente perdida- contra la extrema desigualdad de ingresos y riqueza pasa por buscarle alternativas -si se quiere, parciales y graduales- al capitalismo, alternativas de tipo social-republicano (señaladamente, aunque no sólo, la renta básica de ciudadanía, como en otras ocasiones hemos desarrollado, por ejemplo, en http://www.redrentabasica.org/), alternativas que permitan a la sociedad recuperar el control democrático sobre las decisiones económicas y a los individuos -a muchos, a millones de ellos- recuperar el control sobre sus propias vidas, esto es, su autonomía.
Vía: La web de JM
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