Vicente Romero
Por muchas imágenes que los telediarios ofrezcan de edificios destruidos, de cadáveres en las calles o de la desesperación de los supervivientes, es imposible transmitir el horror colectivo que Haití está viviendo. El desamparo de miles de heridos que no tienen a dónde acudir, la sensación de impotencia de quienes escuchan los gemidos de las víctimas bajo los escombros sin medios para rescatarlos, la angustia de millones de personas que han perdido las miserables casuchas donde formaron sus hogares, el aturdimiento colectivo por el dolor... resultan imposibles de explicar y comprender.
La palabra infierno se repite en las crónicas que describen la situación en Haití tras el terremoto. Pero el pequeño país caribeño ya era un infierno social antes de que este enésimo desastre redujera a escombros los edificios más emblemáticos de su capital y, sobre todo, las frágiles y precarias casuchas donde se incuba y reproduce la miseria en que vive la mayoría de su población.
Los datos estadísticos, peores cada año, describen fríamente una nación atrasada donde un 80 por 100 de sus habitantes sobrevive bajo el umbral de la pobreza: mientras un 60 por 100 de la población dispone de menos de 70 céntimos de euros diarios, un 4 por 100 que constituye el núcleo central de la clase dominante posee el 64 por 100 de la riqueza nacional. La mitad de los haitianos carece de ingresos y la inmensa mayoría no tiene acceso a agua potable. Uno de cada cuatro niños sufre los efectos de la desnutrición, la mayoría del resto padece anemia y un seis por 100 no llega a superar el primer año de vida.
La pobreza crónica determina la fragilidad de las infraestructuras haitianas, devastadas por el terremoto. Y la profundidad de la miseria explica la vulnerabilidad de la mayoría de la población, cuyas infraviviendas se han desplomado masivamente, y que permanece privada de atención médica. Se calcula que tres millones de desamparados están sufriendo directamente las consecuencias del desastre natural y el caos social. Pero su desgracia es muy anterior este terremoto y a los cuatro huracanes que devastaron la misma zona hace año y medio, durante quince trágicos días de agosto y septiembre de 2008. Porque las principales raíces de la extrema miseria de Haití se encuentran en el despiadado reparto desigual de la riqueza. Y su constante agravamiento demuestra la falta de voluntad real para aplicar los tan anunciados planes para la reducción de la pobreza en el mundo. En este sentido, la responsabilidad de los organismos económicos internacionales sobre la situación haitiana resulta más grave que los efectos del terremoto.
Tras los huracanes hubo zonas de Haití --como Baïe d’Orange, cerca de Jacmel-- a las que la ayuda humanitaria tardó dos meses en llegar. Ahora la eficacia de la solidaridad internacional supone un reto aún mayor, por la falta de canales estatales para efectuar su distribución entre una sociedad desestructurada, y por el alto riesgo potencial de estallidos sociales. Desde hace seis años las fuerzas de Pacificación de la ONU conjuran esta amenaza con 7.000 militares y 2.000 policías, que ante el caos actual podrían resultar insuficientes. Las próximas semanas supondrán una etapa crítica en la siempre atormentada historia de la nación más desafortunada de América.
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