Luciano Pavarotti, que deleitaba a sus amigos con unos espagueti posfunción, aliñados con salsa de invención propia –tomate concentrado, diluido en aceite de oliva, perejil picado muy fino y una pizca de ajo–, nació en Módena, reggio Emilia.
Su pappa y su mamma vivían en aquella ciudad en la que Pavarotti, ni pobre ni rico, sencillamente feliz, jugó al fútbol –su primera vocación– como delantero centro, en un gran caserón restaurado en el que el tenor oficiaba de cocinero para incontables primos, sobrinos y vecinos.
Medía un metro noventa y pesaba mucho: cuando abría los brazos en el escenario –su gesto-seña-de-identidad– para agradecer los aplausos, los decorados desaparecían tras su tremenda envergadura. Jugaba al tenis –bastante bien– con John McEnroe y decía que “la gente envuelta en carne es estupenda, porque exhibe menos sus nervios”.
Esporádicamente, cuando protagonizaba papeles que lo requerían, se dejaba una barba leve y aborregada, nube en la inmensidad sonriente, siempre sonriente, de su rostro caracterizado, además, por unos ojos brillantes, tan, tan italianos.
Tocaba el piano y conducía un Maseratti; poseía en Pésaro una casa con piscina sobre el Adriático, viñedos y caballos de carreras. Pintaba cuadros naifs.
Además de ser grande, digno heredero del añorado Caruso, generoso con su voz y con su vida, bromista, devoto y primer admirador del permanente espectáculo que él mismo era, Pavarotti tenía eso que los magos del show business llaman “sentido del público”: en velada de apoteosis, tras pasar una hora firmando autógrafos, Luciano se encaró con un admirador que no tenía lápiz, ni papel, ni pluma, ni rotulador, ni disco, ni nada que el tenor pudiese inmortalizar...
Sólo fervor y esa actitud de rendición incondicional que los melómanos muestran ante los divos: Luciano estampó su autógrafo en la camisa del fanático.
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