Autor: Pedro García Otero
Que la inflación de este año fue la más alta de América Latina (y probablemente, aunque no consta, del mundo) es cosa sabida. Que sus efectos son perversos, principalmente entre los asalariados (cuyos sueldos no se ajustan de inmediato al crecimiento de los precios), también lo es; lo que es nuevo es este coctel de políticas, que reedita, empeorándolas, las que se ejecutaron en los 70 y 80, y que está desfavoreciendo a los más pobres, aquellos a los que debería beneficiar.
La inflación en alimentos, la mayor parte del consumo de los hogares pobres, alcanzó 26%. Es decir, para un hogar donde una persona gana salario mínimo, la comida representa todo su gasto, y aún queda debiendo; este año es 6% más pobre que en 2005, porque el aumento de sueldos fue de 20%.
Si sumamos que la inflación en servicios de transporte -la otra gran erogación de los hogares menos favorecidos, es decir, busetas, metro, etc.- ascendió a 30%, el impacto sobre esas familias, que representan dos tercios de la población venezolana, es brutal. Para más inri, los ahorros fueron negativos: El que comenzó el año con un millón en la cuenta de banco perdió, al 31 de diciembre, 35 mil bolívares de poder adquisitivo. Y la inflación de los productos importados es menor que la de los nacionales; cada día que pasa, es más barato comprar afuera, y menos rentable producir. El resultado es que crece el comercio y cae la industria, y los empleos tenderán a escasear más.
Este círculo vicioso atenta contra los venezolanos. Productos más caros, menos empleos, un Estado que naufraga en un mar de divisas, y una ciudadanía empobrecida.
Es exactamente el mismo cuadro que se vivió entre 1973 y 1983, con un añadido destructivo: El control de cambios, que obstruye las salidas de capital y paraliza la economía. Todo un Golem, que derivará en pobreza en cuanto los precios del petróleo desciendan, lo que sucederá tarde o temprano. El Gobierno está financiando gastos permanentes con ingresos inciertos, lo mismo que se hizo en la "Gran Venezuela".
En el otro extremo de esta disparidad está el crecimiento de los ricos dudosos, las camionetas de lujo vendidas como nunca antes, y un país que se hace cada día más dependiente de las apariencias, más pantallero, menos igualitario y peor alimentado.
Curiosa revolución esta, en la que viene a instalarse la Rolls Royce, la de los viajes frecuentes y las cuentas secretas en Panamá, la de las cooperativas cerradas y los recursos extraviados, en la que Le Monde, que no es precisamente un medio cachorro del Imperio, habla de la corrupción rampante y de la boliburguesía. Sorprendente socialismo del siglo XXI, tan parecido al capitalismo de Estado del siglo XX, partero de nuestras actuales desgracias.
(Artículo publicado en El Universal bajo el título "Revolución a la inversa".
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario